Nací en Madrid en 1965. Mi padre era carrocero, chapista: reparaba automóviles. Y mi madre hacía sus labores. Tengo una hermana tres años mayor. A los ocho años mi familia se mudó a Móstoles.

Móstoles es la ciudad más importante de la provincia de Madrid. En el año 74 había tenido un crecimiento brutal. Igual que le pasó a Alcorcen, se empezaron a construir urbanizaciones decentes, con piscinas para los chavales y a precios muy asequibles para la gente obrera.
En Móstoles había una tienda de discos, pero tenían muy poca cosa. Durante meses estuve buscando el Misfits de los Kinks. Íbamos con un colega, le cantábamos «Rock’n’roll Fantasy» y el de la tienda nos decía, «o cantáis muy mal, o no tengo ni idea de qué es». Más tarde abrieron un Simago, pero nunca cuajó una tienda de discos en Móstoles.

Conocí a Ana López Struch en el instituto. Era rarísimo encontrar gente con quien tuviera afinidad musical, pero lo era aún más que me diera sopas con onda en cuanto a gustos musicales. Cuando empecé a salir con ella, fuimos a Madrid a comprar discos.

Móstoles está a veintitrés kilómetros de Madrid y, si no tenías coche, tenías que volver en la Blasa, el bus que hacía los transportes periféricos de Madrid. Si perdías la de la una de la madrugada, ya no podías pillar otra hasta las seis. Al no vivir en Madrid, comprar entradas anticipadas era una locura. Trabamos cierta amistad con el portero del Agapo porque nos pasábamos los conciertos en la puerta intentando que nos dejara entrar cuando salía gente.
En la segunda mitad de los 80, pasaron por Madrid todas las bandas de garaje francesas y australianas. Les Thugs, Sister Ray, los Celibate Rifles… Eran grupos con una actitud acojonante. Veías a cualquier grupo español y pensabas, «son buenos», pero veías a estos y decías, «¿de dónde han salido?». Veías el contraste e intentabas copiar un poco de ahí.
Ana y yo queríamos montar una banda. Estábamos metidísimos en el garaje y la psicodelia y pusimos un anuncio en el Segunda mano. «Buscamos batería para banda de garaje»,

Mencionábamos a los Barracudas y, probablemente, a los Sonics, a los Miracle Workers… Grabamos dos maquetas y tocamos en el Agapo y el San Mateo, las dos salas en las que había que tocar por narices. Iñigo se fijó en Pribata Idaho porque, un día que estábamos borrachos como una cuba, «Curri» hizo una pintada en el Agapo con nuestro nombre. Entrábamos con cuentagotas, pero lo aprovechábamos.

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Culturalmente, Móstoles era muy pueblo. Era imposible encontrar locales de ensayo. Nos teníamos que mover en los centros socioculturales. En uno de ellos, estaba el típico concejal del PSOE que terminó siendo uno de los impulsores del Festimad. Allí aprendió que había gente con inquietudes y que en Móstoles los jóvenes no solo hacían heavy.

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Siempre he tenido la sensación de que el mundo en Madrid es muy clasista. Hasta que no empezamos a tomar copas en el Agapo y el San Mateo, no se nos empezó a tener en consideración. Igual ya éramos demasiado altivos y nos sentíamos orgullosos de la clase a la que pertenecíamos. Siempre hemos sabido que éramos hijos de obreros. Por eso, cada paso que dábamos, por pequeño que fuera, nos parecía que era el doble de valioso del que daban Sex Museum. No tengo nada que recriminarles de su posición social, pero nosotros no teníamos esas posibilidad de acceder a determinada música. Si para nosotros era una odisea encontrar un disco de los Kinks, ¡imagínate pillar singles de los Cure o de los Stranglers! Esto no estaba a nuestro alcance. Teníamos que ir hurgando por la radio. La pertenencia a la clase obrera era un sentimiento muy potente. Por lo menos, por nuestra parte. Éramos muy conscientes de los problemas que nos depararía en el futuro.

Pequeño Circo, historia oral del indie en España
Nando Cruz
(Contra, 2015)